viernes, 12 de junio de 2009

Terremotos

Estábamos sentados en una terraza tomando unas cervezas. Miguel nos contaba la historia de un tío de su trabajo que no tenía ombligo porque le habían extraído piel del abdomen para ponérsela en el brazo tras un accidente de tráfico. Al tipo le encantaba enseñárselo a todo el mundo. Cogía la mano de la gente y la pasaba por la cicatriz haciendo una leve presión donde debía estar el orificio. Decía que a las tías les ponía un montón aquello y que si volviera a nacer cogería la moto borracho de nuevo. Que desde que le ocurrió no sentía ataduras de ningún tipo y mil tonterías por el estilo. Que era un ser unicelular. Mientras nos relataba la anécdota la niña de la mesa de al lado se había acercado a nosotros. Tenía cinco o seis años. Yo la conocía del barrio. Su madre solía venir también a esa misma terraza y a la niña le gustaba saltar de una mesa a otra para quitarnos las patatas fritas y pasar el rato. Se subió a la mesa y comenzó a mover el cuerpo desenfrenadamente como solo los negros lo saben hacer mientras gritaba “Terremoto, terremoto”. Miguel le tocaba el ombligo y ella gritaba cada vez más alto.

Fue en ese momento que el tipo aquél atravesó la terraza velozmente y tiró todos los vasos de una de las mesas vacías. Al principio siguió andando pero a los pocos segundos giró bruscamente volviéndose hacia la mesa que había derribado. Tenía pinta de extranjero y por su mirada seguramente estaba drogado, borracho o ambas cosas. A mí me sonaba de verlo a veces con el mendigo del cajero de la esquina aunque hacía un tiempo que ya no les veía juntos. Se agachó y comenzó a recoger con la mano uno a uno los múltiples pedazos de cristal derramados apretándolos en el puño como si fueran palomitas de maíz. Nadie decía nada pero todos esperábamos el instante de ver salir la sangre de la mano. Cuando tenía suficientes cristales iba a la papelera y los tiraba mientras decía “lo siento, lo siento” a la gente que había al lado. Miguel nos comentó en voz baja que hacía un par de semanas lo había visto liado en esa misma terraza con la madre de la niña, que se había bajado de la mesa y seguía el espectáculo con expresión divertida. Sin darnos cuenta se puso a gritarle al tipo “con los pies, con los pies, como Jesucristo”. Entonces la niña se quitó las sandalias y comenzó a caminar sobre los cristales. Y el suelo por fin comenzó a colorearse del color parduzco de la sangre. Luego todo sucedió ordenadamente, como en los capítulos precedentes. El dueño del bar salió y metió al tipo en el bar. La madre recogió a la niña y se marcharon calle arriba.

Esa misma noche, ya en la cama, el jefe de Miguel llamó para pedirle que cubriera una emergencia en una estación eléctrica. Lo recuerdo porque mientras se ponía los pantalones ni siquiera discutimos.

3 comentarios:

  1. La que no dice ná y lo dice tó15 de junio de 2009, 14:26

    Ole y ole!! Cada vez eres mejor.
    Por cierto, ¿sabes que en El País convocan un concurso de relatos cortos? Por favor, entérate bien y envía uno de los tuyos. Creo que tienes posibilidades porque lo que es talento, tienes a raudales (más que yo para hacer pareados. Eso con seguridad)

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  2. Jaja, mil gracias. Lo miraré, pero no creo... Mentira, talento tienes porque ya solo el alias lo demuestra. Por cierto, para talento el de unos tales Matadero Band, que me han dicho que están barriendo con todo!! Felicitaciones!!! Mira que perdérmelo... Qué rabia me dio!Un besazo!

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  3. sigue en ese tono
    millones de besos

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