Llega por fin a la Filmoteca uno de mis ciclos más esperados: una retrospectiva sobre Jean Eustache. Reproduzco a continuación fragmentos de un artículo de otro grande, también desaparecido, Serge Daney, con motivo de la muerte de Eustache en 1981.
"La muerte de Jean Eustache perturba pero no sorprende. Sus amigos lo dirán a quien quiera escucharlo: era un suicida en potencia. Sólo lo ataban a la vida un pequeño número de hilos, tan sólidos que parecían indestructibles. Pero fue un error creerlo. El deseo de cine era uno de estos hilos. El deseo de no filmar a cualquier precio era otro. Tal deseo era un lujo y Eustache lo sabía. Pagó el precio.
No basta con decir que había nacido al cine con la Nouvelle Vague, o apenas un poco después, pero con los mismos rechazos y las mismas admiraciones. Tampoco basta con decir que era un autor, que su cine era despiadadamente personal. Despiadado, en principio, para con su propia persona, arrancado a su experiencia, al alcohol, al amor. Llenarse de su propia realidad para hacer con ello el material de sus films, de sus propios films, films que nadie más pudiera hacer en su lugar: su única moral, pero una moral de hierro. Sus films sólo venían cuando era lo suficientemente fuerte como para hacerlos venir, para hacer retornar en él aquello que ya constituía su vida.
Sus films se sucedieron al filo de los desoladores años '70, siempre imprevistos, sin sistema, sin ubicación posible. Películas-río, películas-corto, emisiones de televisión, lo real apenas ficcionalizado, ficción hiperreal. Cada film iba hasta el extremo de su materia, lleaba consigo su duración. Imposible llevar la contra, calcular, tener en cuenta el mercado cultural; imposible, para ese teórico de la seducción, seducir a un público.
A ese público, lo tuvo de su lado una vez, cuando hizo el mejor film francés de la década, La Maman et la Putain (1973). Sin él, no tendríamos ahora ningún rostro que nos permitiera recordar a los niños perdidos de Mayo del '68. Perdidos y ya envejecidos, charlatanes y pasados de moda: Lafont, Léaud, y sobre todo Françoise Lebrun, con su chal negro y su voz terca. Sin él, de aquello no quedaría nada.
Etnólogo de su propia realidad, Eustache habría podido hacer carrera, convertirse en un buen actor, con fantasmas y visión del mundo, un especialista de sí mismo en alguna medida. Su moral se lo prohibía: sólo filmaba porque le interesaba, conseguía transcribir lo que lo trabajaba por dentro. Las mujeres, el dandysmo, París, el campo y la lengua francesa. Ya era mucho.
Como un pintor que sabe que nunca terminará con eso, no dejó de volver sobre el motivo, sirviéndose del cine no como de un espejo (eso queda para los buenos cineastas), sino como de la aguja de un sismógrafo (los grandes). El público, seducido por un instante, olvidó a este etnógrafo perverso al que continuaban ocurriéndole muchas desgracias. Artista y nada más que artista (no sabía hacer otra cosa que rodar películas), el suyo era por el contrario el discurso más modesto y más orgulloso a la vez, el de un artesano. El artesano sopesa todo, evalúa todo, asume todo, lo memoriza todo. Eustache hacía eso".
"La muerte de Jean Eustache perturba pero no sorprende. Sus amigos lo dirán a quien quiera escucharlo: era un suicida en potencia. Sólo lo ataban a la vida un pequeño número de hilos, tan sólidos que parecían indestructibles. Pero fue un error creerlo. El deseo de cine era uno de estos hilos. El deseo de no filmar a cualquier precio era otro. Tal deseo era un lujo y Eustache lo sabía. Pagó el precio.
No basta con decir que había nacido al cine con la Nouvelle Vague, o apenas un poco después, pero con los mismos rechazos y las mismas admiraciones. Tampoco basta con decir que era un autor, que su cine era despiadadamente personal. Despiadado, en principio, para con su propia persona, arrancado a su experiencia, al alcohol, al amor. Llenarse de su propia realidad para hacer con ello el material de sus films, de sus propios films, films que nadie más pudiera hacer en su lugar: su única moral, pero una moral de hierro. Sus films sólo venían cuando era lo suficientemente fuerte como para hacerlos venir, para hacer retornar en él aquello que ya constituía su vida.
Sus films se sucedieron al filo de los desoladores años '70, siempre imprevistos, sin sistema, sin ubicación posible. Películas-río, películas-corto, emisiones de televisión, lo real apenas ficcionalizado, ficción hiperreal. Cada film iba hasta el extremo de su materia, lleaba consigo su duración. Imposible llevar la contra, calcular, tener en cuenta el mercado cultural; imposible, para ese teórico de la seducción, seducir a un público.
A ese público, lo tuvo de su lado una vez, cuando hizo el mejor film francés de la década, La Maman et la Putain (1973). Sin él, no tendríamos ahora ningún rostro que nos permitiera recordar a los niños perdidos de Mayo del '68. Perdidos y ya envejecidos, charlatanes y pasados de moda: Lafont, Léaud, y sobre todo Françoise Lebrun, con su chal negro y su voz terca. Sin él, de aquello no quedaría nada.
Etnólogo de su propia realidad, Eustache habría podido hacer carrera, convertirse en un buen actor, con fantasmas y visión del mundo, un especialista de sí mismo en alguna medida. Su moral se lo prohibía: sólo filmaba porque le interesaba, conseguía transcribir lo que lo trabajaba por dentro. Las mujeres, el dandysmo, París, el campo y la lengua francesa. Ya era mucho.
Como un pintor que sabe que nunca terminará con eso, no dejó de volver sobre el motivo, sirviéndose del cine no como de un espejo (eso queda para los buenos cineastas), sino como de la aguja de un sismógrafo (los grandes). El público, seducido por un instante, olvidó a este etnógrafo perverso al que continuaban ocurriéndole muchas desgracias. Artista y nada más que artista (no sabía hacer otra cosa que rodar películas), el suyo era por el contrario el discurso más modesto y más orgulloso a la vez, el de un artesano. El artesano sopesa todo, evalúa todo, asume todo, lo memoriza todo. Eustache hacía eso".
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