Le dirás que vas a marcharte. Lo harás por teléfono. Y habrá uno de esos silencios que hacen más real la conversación. Como en ese documental en el que un águila está a punto de atrapar a una cabra. Y en tu cabeza sólo podrás ver las garras más y más grandes hasta que él te responda que “cuándo”.
Y tal vez sólo habrán pasado quince días o habrá transcurrido más de un mes. Y estarás en tu nueva casa, con su nueva sala de estar, repleta de plantas que nunca antes habías cuidado y que parecerán mirarte con desconfianza, quizás sabiendo de antemano que no vas a poder arreglártelas sola.
En ese indeterminado espacio de tiempo te despedirás de tus amistades. Tal vez organicen una fiesta sorpresa. En ella al principio te mostrarás huraña y despegada: una suela que no encaja y que no hay pegamento que consiga arreglar. Porque ese siempre ha sido tu papel en las escenas. Como cuando todos tomaban las uvas en Nochevieja y tú te encerrabas en la habitación. Tras un calculado espacio de tiempo, 12, 11, 10, 9… siempre salías, con un anillo de oro en la mano, que echabas en el fondo de la copa, para que la familia brindara unida y el orden quedara restablecido de nuevo. Podrías preguntarte qué ha sido del anillo. Pero estarás demasiado ocupada contando la gente que ha acudido a la fiesta.
Él llegará a despedirse a mitad de la noche. Os marchareis juntos antes de que los primeros rayos de sol conviertan los restos de amor de las aceras en vulgares charcos de vómitos. Cogidos de la mano los sorteareis igual que tiempo atrás otros lo hicieron con los vuestros. Conservarás ese recuerdo mientras riegas las plantas de tu nuevo hogar durante uno o dos meses.
Después, encontrarás trabajo de dependienta o de taquillera en un cine. Despegarás chicles de la moqueta como quien arranca a un hijo de sus entrañas con las propias manos. Tus ojos tendrán la furia de dos escupitajos lanzados contra el aire. Te amonestarán por llegar tarde. Por la noche, ordenarás el puzle de tu vida. Es un pollo que ha perdido la cabeza. Cantarás una melodía para acompañarlo.
Visitarás lugares manidos, vestirás de gala a tu frustración con una falda demasiado corta para un andamiaje tan poco preparado. Santificarás el pasado con otra muesca más en tu lista de errores. Le llamarás por teléfono. Inventaréis la comunicación del futuro. Una odisea en el espacio exterior.
Tu jefe volverá a amonestarte por llegar tarde al trabajo. Encontrarás cierto consuelo en el amarillo avinagrado de sus dientes.
Pasará el tiempo. Y el dolor se impondrá como única realidad. Blancos de hospital junto a un familiar. Lamentaciones pasadas que no valdrán ni el barro de tus zapatos. Un gotero en una camilla como único reloj en el que confiar. Te despedirás del trabajo. Serás la mano que mece a la muerte como si ese gesto pudiera alcanzar alguna dicha. Mas todo será en vano. Los rostros que miras se agrietarán al contacto de tu mano. Y ahora sí descubrirás la soledad. Una hoja seca que ha perdido el tronco al que aferrarse.